Me gustaba oírles entrar en casa. Sus pasos, acelerados y prácticamente insonoros, como si se deslizaran rápidamente por la tarima del pasillo. La puerta de su habitación nunca se cerraba del todo. Se percibía el caer de la ropa, la pasión de cada beso, la intensidad de cada caricia.
En ese momento me levantaba del sillón y me aproximaba a su acogedor sueño. Me asomaba ligeramente a la puerta. Adoraba ver cómo ella, con suma delicadeza y una mirada casi felina lograba que él se derritiera en sus labios. Me excitaba verla correrse sobre su miembro, llevando con su cuerpo el ritmo de la respiración, que se aceleraba a cada momento. Sus gemidos, sus arañazos, cada uno de sus mordiscos…
Él se perdía entre las piernas de aquella mujer, las mismas entre las que algún día también me perdí yo. Le ardía la lengua. Sentía por cada poro de su piel ese calor. Sentía su humedad. Era insaciable, siempre quería más.
Aquel día logré escuchar el mismo ritual. Los pasos por el pasillo. Cómo se deslizaba la ropa. Cómo se perdían entre caricias. No pude por menos y me acerqué a la puerta. Me habían dejado algo, un paquetito rojo y una carta.
“Necesitamos tu ayuda. ¿Te atreves?”
Retiré el envoltorio del paquete y en su interior encontré unas esposas. Quedé inmóvil, con todo ello entre las manos. No me paré a pensar, abrí la puerta y entré decidida.
Él estaba tumbado en la cama, con una mano esposada al cabecero y la otra sobre la humedad de ella.
“Pasa, no tengas miedo. Te estábamos esperando.” Ella se levantó, me cogió de la mano y me besó mientras nos acercábamos al borde de la cama.
Mis esposas las colocó en la muñeca que a él aún le quedaba libre. Observaba impaciente cada uno de los movimientos que nosotras dos realizábamos, cada uno de los besos, cada caricia…
Yo la miraba, esperando impaciente el momento de perderme en su cuerpo, en su boca, en sus manos, en su sexo…