martes, 3 de febrero de 2009

seule, elle et moi


Nunca me dio miedo quedarme a solas con ella, todo lo contrario, me gustaba. Deseaba que las tardes se alargaran hasta el amanecer. Estaba convencida de que alguno de ellos observaría el nacimiento del sol entre sus brazos, desde su habitación.

Pero aquel día, apenas me dio tiempo para respirar.

Contorneó sus caderas frente a mi mirada, dirigiéndose insinuante hacia mi piel.

Vestía una falda negra y un corsé que como poco convertía su cuerpo en una escultura digna de ser probada y saboreada. Se despojó de él, dejando su espalda al descubierto. Parecía como si la suave tela de cada lazada recorriera mis piernas y mi torso. Se dio la vuelta y me besó mientras la prenda caía lentamente al suelo. Sentí aquel beso profundo y desesperanzador. “Sigue, no te apartes”, la susurré al oído cuando se separó de mis labios. Como respuesta un beso en mi cuello.

Posó sus manos sobre mis caderas y comenzó a acariciar las cintas de mi corsé. Cada caricia provocaba en mí más deseo y a su vez, más impaciencia. Cuando me quise dar cuenta todas nuestras vestiduras yacían en el suelo. Quedamos solas. En silencio. Labio con labio. Cuerpo con cuerpo. Mis manos dando forma a sus caderas. Las suyas, acariciando mi pecho. Dos cuerpos, deseosos de entregarse hasta la última gota de placer, hasta el último alarido, hasta el último roce, el último susurro de nuestra piel.