sábado, 23 de mayo de 2009

¿Te atreves?

Me gustaba oírles entrar en casa. Sus pasos, acelerados y prácticamente insonoros, como si se deslizaran rápidamente por la tarima del pasillo. La puerta de su habitación nunca se cerraba del todo. Se percibía el caer de la ropa, la pasión de cada beso, la intensidad de cada caricia.

En ese momento me levantaba del sillón y me aproximaba a su acogedor sueño. Me asomaba ligeramente a la puerta. Adoraba ver cómo ella, con suma delicadeza y una mirada casi felina lograba que él se derritiera en sus labios. Me excitaba verla correrse sobre su miembro, llevando con su cuerpo el ritmo de la respiración, que se aceleraba a cada momento. Sus gemidos, sus arañazos, cada uno de sus mordiscos…

Él se perdía entre las piernas de aquella mujer, las mismas entre las que algún día también me perdí yo. Le ardía la lengua. Sentía por cada poro de su piel ese calor. Sentía su humedad. Era insaciable, siempre quería más.

Aquel día logré escuchar el mismo ritual. Los pasos por el pasillo. Cómo se deslizaba la ropa. Cómo se perdían entre caricias. No pude por menos y me acerqué a la puerta. Me habían dejado algo, un paquetito rojo y una carta.

“Necesitamos tu ayuda. ¿Te atreves?”

Retiré el envoltorio del paquete y en su interior encontré unas esposas. Quedé inmóvil, con todo ello entre las manos. No me paré a pensar, abrí la puerta y entré decidida.

Él estaba tumbado en la cama, con una mano esposada al cabecero y la otra sobre la humedad de ella.

“Pasa, no tengas miedo. Te estábamos esperando.” Ella se levantó, me cogió de la mano y me besó mientras nos acercábamos al borde de la cama.

Mis esposas las colocó en la muñeca que a él aún le quedaba libre. Observaba impaciente cada uno de los movimientos que nosotras dos realizábamos, cada uno de los besos, cada caricia…

Yo la miraba, esperando impaciente el momento de perderme en su cuerpo, en su boca, en sus manos, en su sexo…

martes, 3 de febrero de 2009

seule, elle et moi


Nunca me dio miedo quedarme a solas con ella, todo lo contrario, me gustaba. Deseaba que las tardes se alargaran hasta el amanecer. Estaba convencida de que alguno de ellos observaría el nacimiento del sol entre sus brazos, desde su habitación.

Pero aquel día, apenas me dio tiempo para respirar.

Contorneó sus caderas frente a mi mirada, dirigiéndose insinuante hacia mi piel.

Vestía una falda negra y un corsé que como poco convertía su cuerpo en una escultura digna de ser probada y saboreada. Se despojó de él, dejando su espalda al descubierto. Parecía como si la suave tela de cada lazada recorriera mis piernas y mi torso. Se dio la vuelta y me besó mientras la prenda caía lentamente al suelo. Sentí aquel beso profundo y desesperanzador. “Sigue, no te apartes”, la susurré al oído cuando se separó de mis labios. Como respuesta un beso en mi cuello.

Posó sus manos sobre mis caderas y comenzó a acariciar las cintas de mi corsé. Cada caricia provocaba en mí más deseo y a su vez, más impaciencia. Cuando me quise dar cuenta todas nuestras vestiduras yacían en el suelo. Quedamos solas. En silencio. Labio con labio. Cuerpo con cuerpo. Mis manos dando forma a sus caderas. Las suyas, acariciando mi pecho. Dos cuerpos, deseosos de entregarse hasta la última gota de placer, hasta el último alarido, hasta el último roce, el último susurro de nuestra piel.